La esfinge maragata by Concha Espina

La esfinge maragata by Concha Espina

autor:Concha Espina [Espina, Concha]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1914-01-01T00:00:00+00:00


XIII

SOL DE JUSTICIA

UN día y otro posaba el sol adurente sobre la llanura.

Eran tan placenteras las señales del cielo, que la sequía se convirtió en seguro peligro para la escasa mies de Valdecruces, y bajo la férula del tío Cristóbal celebróse con toda exactitud el turno de regar, aprovechando el agua de los fugitivos arroyos.

Según había temido Olalla Salvadores, llegó para sus «bagos» la vez en el riego sin que la familia tuviese con qué buscar obreras; y al amanecer aquella mañana, Ramona y su hija mayor, silenciosas y diligentes, salieron hacia los centenales con los aperos necesarios para «apresar y correr el agua».

Del mermadísimo patrimonio de la tía Dolores no quedaban a la sazón más tierras de regadío que las dos hazas de mies adonde las mujeres se dirigían; y ya estas únicas parcelas estaban hipotecadas al tío Cristóbal, que nada quiso dar sobre el terreno de secano, las «hanegadas» de Abranadillo y Ñanazales, tendidas al otro lado del pueblo, y menesterosas de continuas huelgas por su mucha ruindad.

Precisamente el viejo acaudalado de Valdecruces poseía tierras asurcanas de las que iban a regarse, y se mostró aquel año muy solícito para beneficiar las de sus infelices vecinas, gozándose en la ambiciosa certeza de unir pronto los diferentes lotes en una sola finca envidiable, señora de la mies.

No se durmió el anciano aquella mañana, y apenas calentaba el sol cuando se aparecía entre los rústicos centenos la imponente figura de un hombre alto y rojo, curtido y vacilante, con ancho sombrero de cordón y borlitas, bragas de estameña, polainas de pardillo, y almilla muy atacada sobre un chaleco de color; calzaba galochas y apoyábase en un cayado patriarcal. En su rostro, enjuto y boquisumido, asomábanse unos ojuelos grises, cargados de cejas blancas, turbios y persistentes, con tenacidad interrogadora.

A este maragato, rico en relación a la pobreza del país, le respetaban por el dinero y la autoridad, pero su avaricia inextinguible le hacía también odioso y temido. A pesar de sus noventa y seis años, manteníase terco y duro como un roble, y su presencia inspiraba en todas partes cierta inquietud mezclada de repulsión.

Un solo hijo, ya viejo, le quedó al tío Cristóbal en la hora de la viudez; pero este único descendiente, cargado de familia, hubo de buscar el sustento en tráficos humildes fuera de Valdecruces, pues todo lo que hizo el codicioso quintañón por la necesitada prole, fue llevarse a una de las nietas para que le sirviese de criada. Y Facunda Paz, la moza recogida por el abuelo, no lució nunca en el baile un rostro complacido, ni un «rodo», mandil o sayo tan donoso como el de sus vecinas o el de sus mismas hermanas, aunque las prendas de los antiguos ajuares, mantelos y corpiños, rasos y cúbicas de la abuela se apolillaban en el fondo de los cerrados cofres. Había trabajado el tío Cristóbal en Madrid algunos lustros, mercader y agiotista en miserable escala, establecido allá por los andurriales de la Puerta de Toledo. Casó, ya



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